Del 18 al 28 de marzo se estará llevando a cabo la edición número 11 del Festival Internacional de Cine UNAM, espacio de la Universidad Nacional Autónoma de México para celebrar el cine de México y el mundo para un público principalmente joven. Aquí les comparto mi cobertura de las once películas de la selección Ahora México.

La mami

(Laura Herrero Garvín, 2019)

La “mami” del título es Olga, la encargada del baño de mujeres y guardarropa del Barba Azul, un bar de la ciudad de México. Todos los días ella se dedica a limpiar el lugar, echar agua a los excusados (que no tienen agua corriente) y separar trozos de papel de baño para las mujeres que ahí trabajan bailando con los clientes y dejándose invitar tragos.

Dirigido por Laura Herrero Garvín, el documental captura la rutina con una fascinación casi ritual. Se detiene en actividades mundanas como para enfatizar su rol en el funcionamiento del bar, o algún simbolismo que sería fácil dejar pasar. Vemos a las mujeres aplicándose maquillaje, pestañas y metiéndose en tacones apretados. Vemos a empleados varones limpiando esculturas de cuerpos femeninos desnudos que sirven como decoración o pintando flamas en las paredes (de tal manera que cuando alguien baja por las escaleras se siente como un descenso al infierno).

La trama de La mami la proporciona la llegada de Carmen, una mujer de Tijuana que busca un trabajo temporal para cubrir los gastos del hospital en el que su hijo recibe un tratamiento para el cáncer. Tan pronto como llega, le cambian el nombre a Priscila, un gesto simple pero devastador. Aquí su identidad está subordinada al placer de los clientes.

A ella y a sus compañeras las vemos siempre confinadas al baño. De vez en cuando la película baja a la pista de baile, pero nunca lejos del bar. Nuestra impresión de ellas está delineada por este espacio y el trabajo que aceptan reticentemente. No obstante, emergen como personajes complejos a través de sus conversaciones vemos cómo equilibran su trabajo con sus vidas diarias y de sus familias, así como lo que piensan y lo que sienten. Hay emotividad, pero también mucho sentido del humor en la forma en que comparten sus experiencias.

Cada intercambio contribuye a construir la idea de que éste baño específicamente es un espacio seguro. Un refugio de los malos clientes y de los prejuicios de los demás. Olga siempre está ahí con un consejo y para defenderlas cuando una clienta casualmente se refiere a ellas como “putas”. No obstante, no hay intento de sentimentalizar el rol que ella juega. Ella escucha a las mujeres con atención y ocasionalmente las mira con afecto, pero más que nada prosigue con sus tareas con la modesta dedicación de alguien satisfecha por tener algo con que ocuparse. Una modestia similar caracteriza a la película, que con una fotografía nada ostentosa entreteje momentos en los que no mucho acontece, pero mucho pasa por dentro.

★★★

499

(Rodrigo Reyes, 2020)

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499 de Rodrigo Reyes tiene un concepto brillante. En las costas de Veracruz de hoy en día naufraga un conquistador español. Él fue uno de los que acompañaron a Hernán Cortés en la conquista de los aztecas y el título se refiere a que él llega casi quinientos años después de la caída de Tenochtitlán. Víctima de estas circunstancias extraordinarias, el conquistador se dispone a recorrer la antigua ruta de Cortés, de Veracruz a lo que ahora es Ciudad de México, encontrándose con paisajes, tecnología y una sociedad que le es completamente extraña.

Fuera de esto, 499 es un documental bastante directo. Se compone de preciosas tomas en formato panorámicos de las ciudades, comunidades rurales y selvas de México y de testimonios hablados de parte de víctimas y un perpetrador de la violencia que afecta actualmente al país que emergió de la Nueva España. Lo que lo hace único es por supuesto el punto de vista que nos proporciona su protagonista, interpretado por Eduardo San Juan Breña, quien observa y escucha pasivamente, pero cuyos pensamientos conocemos a través de su narración.

Su reacción inicial es por supuesto condescendiente y racista. Lamenta la forma en que los “indios” han manejado su país. Ve la violencia que le relatan como un resultado inevitable del fin de la colonia española. Poco a poco va cambiando su tonada. Escucha el relato de un migrante centroamericano que se dirige a Estados Unidos para escapar de la Mara Salvatrucha y se ve reflejado en su búsqueda de una tierra prometida. Despojado totalmente del poder que le brindaba la corona española, el mismo conquistador se convierte en un migrante desplazado. Él tampoco puede regresar a su hogar.

A pesar de que el viaje de su protagonista lo encuentra con familiares de víctimas de persecución, desaparición forzada y feminicidio, 499 tiene destellos de humor que, más que trivializar lo que sufren, permiten ponerlo en contexto. A través de su curioso formato, 499 exhibe dos realidades sobre el colonialismo: cómo las dinámicas sociales y políticas que se introdujeron con la conquista se repiten hasta la fecha y cómo la mentalidad de la superioridad occidental se rehúsa a morir. ¿Qué tan diferente es el conquistador del militar que habla de matar y torturar por dinero? ¿De los que dicen que los problemas del tercer mundo surgen de su incapacidad de emular los hábitos del primero? 499 termina con una nota de redención, con el conquistador haciendo una muestra sincera de emoción y arrepentimiento. No se siente del todo orgánico, pero después de los horrores que nos cuenta, es algo en lo que uno definitivamente quisiera creer.

★★★1/2

Cosas que no hacemos

(Bruno Santamaría Razo, 2020)

Cosas que no hacemos

Cosas que no hacemos, de Bruno Santamaría Razo, nos introduce de manera tan casual a su historia que al principio no es fácil saber cuál es esta. Confía en la capacidad del espectador de unir los puntos, y es una forma acertada de aproximarse a alguien que está descubriendo esa historia por sí misma.

En los manglares de Nayarit, un paramotor operado por un hombre vestido como Santa Claus deja caer bolsas con dulces sobre una pequeña localidad. Los niños que lo ven corren para atraparlos. ¿Pero son ellos los protagonistas? ¿Se trata la película de sus fiestas? Momentos después, un grupo de ellos está aprendiendo un baile con ayuda de Dayanara, una joven trans haciendo todavía el rol de muchacho. Después de su introducción, ella viaja a un lugar aislado y retirado para ponerse un vestido, maquillaje y tomarse fotos.

Eventualmente se vuelve claro que, si el documental tiene una protagonista, ésta es Dayanara, porque es ella a quien siempre termina regresando. Pero hay también numerosas tangentes, desde los preparativos para las fiestas locales, a los muchos juegos de los niños, a las secuelas de un tiroteo en la cancha de basquetbol que sirve como plaza. Estos momentos son momentos capturados con poesía y sin explicación. Cuando los niños corren por las calles, la cámara los sigue al nivel de su ojo, como queriendo jugar con ellos. Los anuncios en altoparlante, anunciando la proyección de una película o los tanteos de agua, se convierten en una voz autoritaria, incorpórea que domina el pueblo. La narración es reservada para momentos específicos y precisos, cuando Dayanara quiere compartir algo verdaderamente íntimo.

Cosas que no hacemos nunca fuerza su historia en direcciones bruscas. Cuando Dayanara finalmente “sale del clóset” a sus padres, el ambiente es menos de hostilidad y más de tensión; es posible reconocer que ellos mismos están tratando de procesar algo sobre alguien a quien siempre quisieron. Al dedicarle tanta atención a Dayanara como a quienes la rodean, se refuerza la idea de que la identidad individual y la identidad comunitaria están estrechamente vinculadas. Que el género es de alguna manera “performativo”, pero que todo comportamiento humano también requiere de cierto nivel de interpretación y ritual. Que tanto como Dayanara añora con una vida fuera de su comunidad, hay mucho de ella que no se puede separar de ahí.

★★★★

Publicado originalmente el 1 de septiembre de 2020 en el marco del Vancouver Latin American Film Festival.


¿Qué harás cuando Dios muera?

(Hugo Villaseñor A., 2021)

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La paradoja de los formatos de video digitales es que incluso la imagen más cruda puede sentirse más real que la más alta definición. Escenas capturadas en baja calidad, con rudimentario trabajo de cámara, sugieren que detrás de ella está, no un equipo de profesionales, sino otra persona con acceso a un aparato de uso diario (un teléfono, una cámara casera) meramente capturando el momento.

En ¿Qué harás cuando Dios muera? de Hugo Villaseñor A. el formato de la imagen es tanto o más importante que lo que está siendo mostrado. La calidad (o falta de), nos dice quién está viendo y con qué actitud. La película abre con Ximena (Jocelyn López) y Güero (Eduardo Eliseo) haciendo un casting para un video porno. Los dos responden las preguntas de un director, que les habla del otro lado de la cámara, antes de proceder a tener relaciones sexuales. A pesar de que los dos personajes son una pareja que ha tenido relaciones antes, el momento es completamente fabricado. El director los deja “improvisar” pero con las directrices de exagerar el placer y alargar el coito.

La sección principal de la película abre con Güero llegando con Ximena, básicamente rogando que regresen. Ella dice que tiene otra pareja, pero acepta volver a vivir con él. Se queda en su apartamento descuidado a pesar de que él no hace mucho más que jugar videojuegos, tomar cerveza desde la mañana y presionarla para tener relaciones.

La película parece poco interesada en sus razones. ¿Qué harás cuando Dios muera? se concierne casi totalmente con lo que transcurre en el interior de la mente de Güero. La trama principal, presentada con un denso grano digital, es intercalada con un montaje en inmaculada resolución y vibrantes colores que nos muestra a la pareja en momentos de absoluta felicidad, posiblemente imaginados. De vez en cuando salta también a fotografías acompañadas de texto y sonido ominoso que ahondan en los sentimientos más oscuros y posesivos que se asoman en sus acciones.

Hay momentos en los que los distintos formatos construyen un diálogo verdadero. La forma en que el porno convierte el cuerpo humano (sobre todo el de la mujer) en un objeto, el amor idealizado y los celos tóxicos solo pueden llevar a un acto de violencia sexual. A través de sus distintas capas de artificialidad, la película encuentra algo que se siente honesto, productos de sentimientos experimentados y sensaciones vividas y cómo las procesamos a través de las distintas tecnologías. Pero ¿Qué harás cuando Dios muera? se siente más como una historia de tedio que una de alienación. Divorciados de cualquier contexto significativo, sus personajes se sienten un tanto huecos. La película no desalienta lecturas desde el capitalismo (Ximena y Güero siempre se encuentran cortos de dinero) y el feminismo (una lista de todo a lo que es sujeto el personaje de Ximena sería tan largo como esta reseña) pero tampoco tiene suficiente para dirigir la conversación a lugares nuevos.

★★1/2

Los plebes

(Emmanuel Massú & Eduardo Giralt Brun, 2021)

Los plebes

La imagen más singular de Los plebes aparece justo al principio y consiste de un grupo de jóvenes encapuchados, cargando rifles y haciendo lo que parece un baile de TikTok. El documental, dirigido por Emmanuel Massú y Eduardo Giralt Brun, se trata de la intersección entre dos mundos que solo a primera vista parecen opuestos: el del crimen organizado y el de las vidas diarias de los jóvenes millennials.

La mayor sorpresa de la película es que la vida del sicario es profundamente ordinaria, aburrida incluso. A lo largo de poco más de una hora seguimos a distintos jóvenes ocupando el tiempo mientras no están trabajando. Solo uno de ellos muestra su rostro. La anonimidad de los otros y de las personas con las que interactúan es protegida por máscaras o efectos añadidos en posproducción. Como en La libertad del diablo, un recurso con una simple función práctica le añade otro nivel a la forma en que percibimos a sus personajes.

La violencia está cuidadosamente ausente de la pantalla. Tiroteos y explosiones aparecen solo instantáneamente al principio y al final, en la forma de videos capturados por celular. Pero su espectro pesa constantemente sobre la película. Vemos a sus personajes limpiar y portar sus cuernos de chivo con absoluta casualidad, y relatar enfrentamientos como contando una anécdota cualquiera para amigos en una fiesta.

Los plebes, así como la película de Everardo González, no busca la glorificación ni la simple condena sino entender y humanizar a los perpetradores de la violencia. Pero humanizar en el sentido verdadero de la palabra. No apela a nuestra lástima ni simpatía. No nos pide verlos como jóvenes prometedores que entregan sus vidas a la violencia. Resiste cualquier juicio moral y el resultado es a veces incómodo. Aunque varios minutos se le dedican a uno de ellos jugando con un pequeño perro (lo que en una película de ficción sería un enorme cliché), la mascota es tratada como una realidad de la vida, no como un atajo para establecer el lado tierno de sus difíciles protagonistas.

Los “plebes” de alguna manera han elegido la vida que llevan. Es una respuesta incómoda a un mundo en el que en sus propias palabras “no hay futuro”. Hablan de violencia y drogas, pero también de la escuela, sus parejas y sus sueños frustrados. “Le estoy tirando a algo bien,” dice uno de ellos. Siguen el camino que siguen buscando una vida que se acerca lo más posible a la normalidad. Cualquier respuesta a la violencia del narcotráfico en México tiene que ver a sus perpetradores, no como criaturas monstruosas, sino como seres humanos respondiendo a la realidad de su entorno. Los plebes hace precisamente eso.

★★★1/2

Ciudad

(Maya Goded, Julio Hernández Cordón, Nuria Ibañez, Carlos F. Rossini, 2020)

Ciudad

Ciudad abre con dos imágenes particularmente sugerentes. Una pantalla casi en blanco, pero con suaves contornos de formas que apenas podemos distinguir. Después el interior de lo que parece una casa, sus limpias paredes un lienzo para las sombras creadas por las distintas luces que llegan del exterior. Ruido blanco. Lo público penetrando en lo privado.

El documental no es el producto de una sola visión sino de cuatro. El fotógrafo Carlos F. Rossini recibe el crédito principal, pero en la dirección lo acompañan Maya Goded, Nuria Ibañez y Julio Hernández Cordón. Como la palabra que le da su título, es a la vez caótica y ordenada: un retrato de un lugar en el que vidas y contradicciones se intersecan formando un todo no siempre coherente, pero que se sostiene por sí mismo.

Uno tendría que esforzarse para encontrar una narrativa. Ciudad se compone de una serie de vistas de la Ciudad de México; capturas casi al azar de sus calles, edificios, puentes y su gente. Rossini se encarga de la fotografía que, en blanco y negro le añade una unidad y neutralidad a la típicamente bulliciosa ciudad; la misma paciencia que le dio a La camarista, que también fotografió. El efecto es curiosamente calmante: la ciudad no se siente como una densa aglomeración de colores llamando nuestra atención a distintos lugares.

Las texturas toman protagonismo. Los patrones repetitivos de las torres de departamentos y los pasos a desnivel chocan con los rostros humanos. Cada primer plano de una persona se siente como una ruptura: nos volvemos conscientes de que, aunque una ciudad está específicamente diseñada para ser habitada por seres humanos, éstos no parecen pertenecer ahí. La misma forma de la ciudad aliena y empequeñece. Preciosos planos cenitales, tomados varios metros desde el cielo, evocan un videojuego: sus habitantes se sienten menos como personas que como piezas de una maquinaria que no deja de funcionar. Cuando nos muestra a gente bailando, por supuesto que resaltan: es como si estuvieran tomando de vuelta lo que les pertenece.

Ciudad tampoco tiene un discurso particularmente evidente. Tiene algunos personajes recurrentes: mexicas practicando rituales, una agrupación de salsa, una mujer con su perro y un ciclista que se desplaza hábilmente por las concurridas avenidas. En una escena vemos a un policía resguardando las ruinas de un edificio, probablemente derribado durante el terremoto de 2017. En otra vemos un centro de mando con enormes pantallas desplegando la información de cámaras de seguridad en la vía pública. Se nos invita a pensar en la incompetencia gubernamental y en el poder a través de la mirada. Pero éstos son apenas fragmentos d e la imagen completa. Ciudad observa desde más lejos.

Rossini, Goded, Ibañez y Hernández Cordón dejan a disposición del público la tarea de encontrar el sentido entre su colección de imágenes, o quizá que se pregunte si éste sentido existe en primer lugar. Las contradicciones de la película son las mismas que las que se viven todos los días en la ciudad.

★★★★

Publicado originalmente el 6 de noviembre de 2020 en el marco del Festival Internacional de Cine de Morelia.


Los fundadores

(Diego Hernández, 2021)

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No puedo ser imparcial al hablar de Los fundadores. Conozco socialmente al director Diego Hernández y a la productora Melissa Castañeda (ambos también escribieron el guion en conjunto), así como a varios otros miembros de la producción, algunos de los cuales considero amigos personales (añado también, por razones de transparencia, que doné a la campaña Kickstarter de la película). De ahí se desprende también que el mundo de la película es uno que reconozco instantáneamente: lugares como a los que he ido, conversaciones como las que he tenido con personas que he conocido.

Los fundadores se ambienta en Tijuana, pero no es la Tijuana a la que muchas películas y series de televisión no nos han acostumbrado. No hay alusiones a la violencia, el narcotráfico ni al comercio sexual. Es su propio ente, no está definida principalmente por su relación a la frontera con Estados Unidos. Esta Tijuana es donde viven, estudian y laboran Renee (Renee Ortiz), Diego (Hernández, el director) y Andrés (Andrés Madrueño). Renee trabaja en un puesto de carnitas, Andrés y Diego en un sitio de puertas y molduras cercano.

Los tres son estudiantes de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC) y sus vidas corren paralelas al escándalo real y reciente de la millonaria deuda del gobierno estatal con la institución educativa. Clases son canceladas, instalaciones caen en desuso y los estudiantes salen a protestar. Otro fallo de los servicios públicos aparece de manera casual: hay referencias a la escasez de agua, otro problema urgente en la mayormente desértica Baja California.

Los fundadores tiene una intención política, pero su mente y corazón están más con las vidas diarias de sus personajes, mostrando su complejidad en los actos más mundanos. De ahí que la película juegue constantemente con la ficción y la realidad, con el movimiento y la interpretación. Más allá de que los personajes comparten los nombres de sus actores, esto se manifiesta en la narrativa en que Renee, una estudiante de teatro, está montando una obra (mezclando danza contemporánea, Grotowski y discurso social, según la descripción de Andrés) a la que invita a Andrés a participar.

Esto da lugar a un par de escenas en las que no sabemos si están siguiendo con sus vidas o interpretando parte de la obra. La conclusión parece ser que la diferencia no es tanta: la interacción humana diaria implica por su propia naturaleza un nivel constante de actuación e interpretación, y oficios tan infravalorados como la carpintería requieren de un manejo consciente y cuidadoso del cuerpo humano y un conocimiento especializado que es demasiado fácil pasar por alto. La vida diaria de Renee, Diego y Andrés implica una constante negociación entre distintas identidades: estudiante, carpintero, taquera, manifestante, actriz, pretendiente romántico, en fin. Hay tanto que sucede dentro de cada una.

★★★★

Estanislao

(Alejandro Guzmán Álvarez, 2020)

Estanislao

Estanislao merece nada menos que admiración por su capacidad de hacer mucho con muy poco y de hacer que un concepto un tanto absurdo se sienta tan real. La película cree en su premisa y está hecha con considerable habilidad que nos sentimos inclinados a creer en ella también.

La película de Alejandro Guzmán Álvarez plantea una historia al principio simple: Mateo (Raúl Briones) regresa a la fábrica de textiles de su familia en la Ciudad de México después de lo que parece ser una situación tensa con su esposa. Su padre, Orlando (J. Concepción Macías), lo recibe sin problemas, pero entre sus silencios se nota cierta tensión y poco a poco los problemas sin resolver dentro de la familia se vuelven más evidentes.

La impactante atmósfera se debe en parte a la música de Giorgio Giampa y la preciosa fotografía en blanco y negro de Alfredo Altamirano; esta última aprovecha los amplios y desordenados espacios y rincones de la vieja fábrica para sugerir la distancia entre padre e hijo, lo mucho que no se cuenta y la prosperidad que alguna vez pudo haber dentro de la familia. Limitada a este espacio, la película aún encuentra amplia oportunidad para construir preciosas tomas llenas de misterio e intriga, los cuales poco a poco revelan una forma más monstruosa y literal. Cuando deja la fábrica, nos muestra otros rincones de la Ciudad de México que en el blanco y negro se sienten igualmente inhóspitos e industriales.

Su mayor acierto, no obstante, se encuentra en el manejo del tono. Guzmán Álvarez encuentra ese difícil balance entre el cine de arte y las convenciones del género de terror, dándole a la película una propuesta visual paciente–mucho de ella se desarrolla a través de tomas estáticas, con los actores a distancia, quienes dan interpretaciones mayormente minimalistas. El rostro expresivo de Briones, la presencia más constante de la película, delata la vulnerabilidad que su personaje esconde de los demás.

★★★

El compromiso de las sombras

(Sandra Luz López Barroso, 2021)

El compromiso de las sombras

Como un registro de las tradiciones funerarias de una pequeña comunidad de Guerrero, El compromiso de las sombras es quizá invaluable. Como una pieza de cine documental, se siente tímida, algo carente de curiosidad e introspección. Se limita a observar pasivamente, apenas con la intención de provocar una reacción específica o transformar lo que estamos viendo.

La película sigue a Lizbeth, una mujer transexual afrodescendiente, a lo largo de distintas ceremonias, capturando con lujo de detalle los distintos momentos que las componen. Hay bailes, música de una pequeña orquesta y una marcha con veladoras en la que participan hombres, mujeres y niños. Es Lizbeth quien se dedica a guiarlos, pues es ella quien conoce de verdad y con especificidad los rituales del particular sincretismo católico que se practica ahí.

Aunque hay imágenes de Lizbeth vistiéndose por la mañana, o ahondando un poco en la historia y significado de las tradiciones, la película apenas y nos muestra algo de su vida fuera de la ceremonia. Tampoco se detiene en algún otro vecino el tiempo suficiente para que generen una impresión individual. Esto parece ser por diseño: la comunidad es más importante que el individuo. De quienes eran los difuntos ni siquiera sabemos algo.

La atmósfera de la película es proporcionada por sus cantos, la cadencia y ritmo de la voz de Lizbeth, que parece concebida para proporcionar paz y confort a los que la siguen. También por tomas frecuentemente preciosas de la naturaleza, de tormentas eléctricas y del ganado. Esa repetición constante crea una capa de afirmación y tranquilidad que, más que darnos a entender lo que pasa, nos sumerge en ello.

El compromiso de las sombras no es un documental didáctico, sino una recreación de una experiencia. Es una película sin marcos de referencia externos, que pide ser interpretada solo en sus propios términos. A sus sujetos no les impone las etiquetas comunes de las ciencias sociales. No quiere ser una declaración sobre la afromexicanidad, el sincretismo católico ni lo que es ser una mujer trans. No nos dice por qué lo que vemos es importante solo que lo aceptemos tal y como es. Hay valor y pureza en algo así. Pero El compromiso de las sombras se resiste tanto a imponer su propia mirada que a veces se siente que no tiene una en realidad.

★★1/2

Ricochet

(Rodrigo Fiallega, 2020)

Ricochet

Un buen título por lo general tiene más de un sentido. El término “ricochet” se refiere a un proyectil (típicamente una bala), que rebota sobre una superficie y es disparada hacia otra dirección. El título de Ricochet puede referirse no solo a las pistolas que aparecen en la trama, pero también a las consecuencias inesperadas de un acto violento. Puede ser. La ópera prima de Rodrigo Fiallega es vaga sobre lo que rodea a los eventos que muestra, algo que a veces funciona a su favor, a veces en su contra.

Martijn (Martijn Kuiper) es un hombre de poco más de cincuenta años, veinte de los cuales los ha vivido en un pueblo de México. Aunque su apariencia lo delata inmediatamente como un extranjero europeo, es ya bien conocido por ahí. Ella y Mariana (Iazua Larios), una mujer local, tienen una hija pequeña. La situación con su otro hijo se vuelve clara poco a poco.

Ricochet es en cierta medida una meditación sobre la masculinidad, la muerte y el perdón. El primer tema queda claro desde una escena temprano en la que Martijn habla con un criador de gallos de pelea de la comunidad sobre los animales; el diálogo dirige la atención del público hacia la metáfora sin hacerla del todo explícita.

Las sensaciones y la anticipación son más importantes que lo que pasa en la película. La fotografía, a cargo de Natalia Cuevas, no cuenta con una sola toma que no sea preciosa. El problema es que éstas no siempre convergen para crear un estilo o tono coherente. La película abre con dos grandes planos generales en los que su protagonista apenas puede distinguirse entre abrumadores paisajes vagamente desérticos. Pero de vez en cuando corta a tomas más cerradas, cámara temblorosa y cortes más rápidos que rompen la paciencia con la que venía observando las actividades cotidianas de Martijn. Es un cambio brusco que no se siente del todo motivado por la narrativa.

Ricochet es un sincretismo potencialmente fascinante entre el western y un meditativa reflexión sobre el día a día de una pequeña comunidad. Es un equilibrio engañoso que no siempre logra, y que le roba poder y definición al destello de violencia con el que cierra.

★★1/2

Publicado originalmente el 30 de octubre de 2020 en el marco del Festival Internacional de Cine de Morelia.


Blanco de verano

(Rodrigo Ruiz Patterson, 2020)

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Blanco de verano, de Rodrigo Ruiz Patterson, no explora territorio nuevo, pero explora ese territorio de manera íntima, con tacto hacia sus personajes y un entendimiento instintivo de sus emociones. Es la historia de Rodrigo (Adrian Rossi), un preadolescente de 13 años que vive con su madre Valeria (Sophie Alexander-Katz), en una colonia de clase media baja. Ella es soltera, el padre de Rodrigo aparece solo en menciones, como una amenaza ella le hace cuando se porta mal.

Valeria empieza a salir con Fernando (Fabián Correa) y de repente el mundo de los dos se pone de cabeza. El conflicto no se desata desde el principio. Fernando es paciente y comprensivo: sabe que, pase lo que pase, Rodrigo va a sentir su presencia como una invasión, por lo que trata de ponerse en su lugar. Le sigue la corriente cuando descubre que fuma y se ofrece a enseñarle a manejar en su propio carro. Los tres se van de vacaciones a Acapulco y las cosas parecen auspiciosas para esta reconfigurada familia.

Pero en Rodrigo inevitablemente surgen emociones complicadas y el muchacho no siempre sabe qué hacer con ellas. Sería más fácil para la película que Fernando fuera rígido o abusivo desde el principio, pero Blanco de verano se trata precisamente de esos sentimientos ambivalentes, y de cómo no siempre sabemos qué hacer con ellos. En un lote cercano, Rodrigo encuentra un vehículo recreativo destartalado que empieza a convertir en su hogar fuera de casa. Está construyendo algo propio, algo que sugiere independencia y autosuficiencia, pero también está buscando recrear lo que tenía, en lo que parece una ansia de volver en el tiempo.

El estilo de la película, con su cámara en mano y su acercamiento íntimo a la realidad de sus personajes, evoca favorablemente el trabajo de Andrea Arnold o de los hermanos Dardenne. El guion, de Ruiz Patterson y Raúl Sebastián Quintanilla, hace una crónica de la sutil evolución de esta dinámica, encontrando el punto de quiebre indicado para cada uno de sus personajes.

Pero Blanco de verano en verdad le pertenece a sus actores. Correa transmite una paciencia y benevolencia que sin embargo tiene sus límites, mientras que Alexander-Katz navega las complicadas emociones de una mujer que debe escoger entre su hijo acomplejado y un nuevo hombre a quien recién conoce pero que llega a querer de verdad. Pero es Rossi, cuyo rostro delicado sugiere una ira y tensión siempre burbujeando debajo de la superficie, quien de verdad ancla la película.

★★★1/2

Publicado originalmente el 3 de noviembre de 2020 en el marco del Festival Internacional de Cine de Morelia.