(Lila Avilés, 2019)

La camarista, escrita y dirigida por Lila Avilés, es una película detallada y comprensiva, tan atenta y fiel a la vida diaria de un oficio, que cualquier intento de explicarla se siente reductivo. A grandes rasgos, es la historia de Eve (Gabriela Cartol), una joven de 24 años que se dedica a la limpieza del piso veintiuno de un hotel de lujo en la Ciudad de México. Distintos episodios de su vida laboral conforman la narrativa de la película.

Ciertos elementos y personajes aparecen de manera recurrente. Eve visita el departamento de objetos perdidos del hotel, esperando que sus superiores le den permiso de quedarse con un bello vestido rojo olvidado en una de las habitaciones. Una huésped argentina (Agustina Quinci), le pide que vigile a su bebé mientras se baña. Eve asiste junto con otros empleados del hotel a asesorías para el examen del bachillerato. Una compañera vende cremas y envases de plástico para suplementar sus ingresos. Otra, Minitoy (Teresa Sánchez) siempre carga juguetes y hasta una máquina de toques. Un compañero más, que trabaja como limpiavidrios, trata de coquetear con ella, tocándole o trazando un corazón de jabón en la ventana del hotel. De vez en cuando, Eve habla por teléfono con su hijo y la mujer que se encarga de él mientras trabaja.

Ya sea para mostrarnos a Eve en la soledad de su trabajo, o interactuando con otros empleados o huéspedes, Avilés y el director de fotografía Carlos Rossini colocan la cámara en planos estáticos; la mayoría de las escenas se desarrollan sin cortes y los movimientos de cámara son contados. Con esto, los espacios cobran un protagonismo que abruma a su protagonista, Eve podría salir del cuadro y las imágenes aun conservarían algo. Ella, en su uniforme gris, debe parecer invisible, a pesar de ser fundamental para el funcionamiento del hotel.

La actuación de Cartol es cuidadosa y bien estudiada. En las habitaciones, Eve se desplaza con cierta reserva, con el tímido reconocimiento de estar interactuando con la privacidad de otras, más afluentes personas. Eve dice poco, pero uno la nota reaccionar a las excentricidades e intimidades de los huéspedes como un acumulador de jabones, o un judío ortodoxo que le pide ayuda para operar el elevador en Shabat. En su primer encuentro con la huésped argentina, se mantiene prácticamente inmóvil mientras la mujer, recién salida de bañarse, se viste con absoluta comodidad.

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Cuando Eve se pone a limpiar, un teléfono o una lámpara, o a tender una cama con ayuda con el palo de una escoba, sus movimientos son rígidos, casi automáticos, actos puramente mecánicos reforzados por medio de la repetición. Tal atención, a algo tan simple como sus movimientos, nos dice tanto sobre su personaje. El trabajo de Eve no la define, pero consume tanto de su tiempo que hasta su vida privada se filtra a través de ella. El sentido de encierro se amplifica porque la película nunca deja el hotel y tan sólo una de sus escenas ocurre en exteriores. Sabemos que Eve tiene una vida fuera del hotel. Pero los detalles de su vida privada, como que tiene que bañarse a jicarazos, o que tiene que tomar una combi para llegar a su casa, tenemos que deducirlos a partir de detalles que escuchamos muy brevemente. Cuando se toma un momento para apreciar el paisaje de la ciudad de México desde los pasillos del hotel, su supervisora le llama la atención y le dice que no puede estar aquí.

Es así que aprendemos a atesorar los pequeños que ella puede regalarse a ella misma: comiendo palomitas en uno de los baños, dándole un vistazo al trabajo de un huésped fotógrafo, sentándose para leer un libro que le regaló su maestro del curso. Cuando acepta jugar con la máquina de toques de su compañera Minitoy y suelta un grito y una risa, o cuando finalmente decide corresponderle la atención al limpiavidrios, es enternecedor y liberador.

Palpitando debajo de las cuidadosas observaciones a la vida diaria, se encuentra una frustración con la desigualdad, reforzada por las vagas esperanzas y los símbolos de prosperidad que encuentra todos los días. Las clases, el vestido rojo, el prometido ascenso al piso superior del hotel, la invitación de la huésped argentina a cuidar de su niño en la casa de ella y su esposo, todos actúan como un temporal o permanente escape de su repetitiva y poco gratificante labor. Pero tales ambiciones tantas veces están fuera de su control, su solución determinada entonces por personas que figuran de manera importante en su vida, algo que no necesariamente es mutuo. Son observaciones astutas que componen tan sólo una pequeña parte del rico universo emocional y cotidiano de La camarista.

★★★★