(Natalia Beristáin, 2018)

Rosario (Tessa Ia) y Ricardo (Pedro de Tavira) se conocen en la universidad. Él es prepotente y seguro de sí mismo. Ella puede ver a través de él, pero por alguna razón no se lo puede sacar de la mente. Mientras platica con un compañero, ella ve a Ricardo tocando el piano y no puede quitarle los ojos de encima (su compañero no se da cuenta, está demasiado adentrado en un monólogo sobre el sexo y la muerte). Ricardo también desea a Rosario. Una tarde, él se le acerca en una librería y roba un libro para impresionarla. Ella trata de detenerlo, más o menos. En la emoción del hurto, ella lo besa. Se disculpa, pero él contesta que no tiene por qué hacerlo. Se convierten en pareja.

Rosario se va a España. Se dejan de ver por mucho tiempo pero ella le escribe constantemente. Él sólo envía una que otra postal. Ahora una mujer adulta, Rosario (Karina Gidi) presenta un libro de sus poemas. Mientras lee un fragmento, nota a Ricardo (Daniel Giménez Cacho) entre la multitud. Su presencia la sacude. Su lectura confiada se entorpece en cuanto lo ve. El evento termina y él se acerca a hablar con ella. Quiere que vuelvan a ser pareja. Ella no está segura. Él nunca la amó como ella a él. Pero Rosario acepta, lo ama más que a nadie. Pasan el día en la cama. Es como si fueran jóvenes otra vez. Se casan.

Los dos continúan sus profesiones, ella como poeta, él como filósofo. Colocan sus máquinas de escribir en lados opuestos de la mesa del comedor de su casa. Ella está inspirada; escribe sin parar, a veces sonriendo con gusto por lo que aparece frente a ella. Él apenas puede formular una idea; empieza a teclear y al poco rato se disgusta y tira el papel a la basura. Es el final de la década de 1950 y los roles del hombre y la mujer son más rígidos que ahora. Siglos de costumbres lo han moldeado para actuar de cierta manera. Para Ricardo, cada tecleo de ella es un recordatorio de su fracaso y su inferioridad. No se nos dice lo que está pensando, como de vez en cuando escuchamos el monólogo interior y los escritos de Rosario, pero en el rostro de Ricardo vemos como el talento de ella lo hiere profundamente.

Ricardo empieza a idear formas de distraerla. Fingiendo inocencia, usa besos y abrazos para separarla de su máquina de escribir. Ese instinto estuvo ahí desde que eran jóvenes. “Si queremos escribir, tenemos que renunciar a todo,” ella le dijo alguna vez citando a Gabriela Mistral. Él contestó con una contrapropuesta: quiere tener muchos niños con ella. Al final, Ricardo no puede separarla de la máquina. Ella le pide que la deje trabajar. Él la deja y hasta se va de la habitación. Ni siquiera acepta compartir el café con ella. Está herido, pero más que nada, quiere que ella lo sepa.

Los adioses_1

Rosario se da cuenta de los trucos de Ricardo. Cuando lo encuentra ebrio en medio de la noche y tecleando sin sentido en una de las máquinas de escribir, sabe que lo hace para molestarla. Ella le paga con la misma moneda. Le duele molestar a propósito a alguien que quiere tanto. Pero Rosario sigue devoto a él. Puede contarles a sus estudiantes de universidad de la opresión a la que la mujer ha estado sujeta a lo largo de la historia, puede reconocer el problema en que su hermano le dice de su viaje a España que “una mujer de verdad no se hubiera ido,” pero quiere ser poeta, maestra, esposa y madre en igual medida. Su conflicto nunca es más evidente que cuando da a luz a su hijo Gabriel, después de varios abortos espontáneos. Sus palabras nos dicen que el niño le estorba. Por simple biología, éste le quita parte de su cuerpo y de su vida. Pero cuando lo mira en los brazos de Ricardo, su rostro está iluminado.

Pero lo que sea que haga no es suficiente. Aunque tienen una empleada doméstica que la hace también de niñera, Ricardo le exige más. Sin consultarlo con ella, hace que le quiten su trabajo en la universidad. Su razonamiento es que es lo mejor para el bebé. Ricardo socava a Rosario de manera tan elegante que cuando ella se lo reclama en medio de una reunión escolar, es ella y no él quien luce loca y controladora. “La maestra Castellanos necesita tomarse su Valium,” dice con tanta calma, pero de manera tan devastadora.

Ésta es la vida de la célebre poeta mexicana Rosario Castellanos y su esposo Ricardo Guerra, por lo menos desde los ojos de Los adioses, la nueva película de Natalia Beristáin. Está basada en hechos reales, ficcionalizados de manera inteligente por Beristáin y los guionistas Javier Peñalosa y María Renée Prudencio, nos dice una nota nos dice antes de que empiece la película. A diferencia de una cinta biográfica tradicional, Los adioses está poco interesada en relatar la vida completa de su sujeto. Esto es inteligente porque le permite sostenerse por sí misma y no en el legado de Castellanos.

Ésta es una película bien lograda, poética y entretenida en igual medida. A ratos la dinámica entre su Rosario y su Ricardo se parece a la de un turbulento romance de Hollywood; las escenas con los dos en la máquina de escribir hasta son algo juguetonas. La fotografía y la edición tienen una cualidad de ensueño. La cámara flota alrededor de sus personajes en tonos apagados que evocan un recuerdo; y la juventud y adultez de sus personajes se teje de manera tan orgánica, un momento comentando directamente sobre el otro. Que Natalia Beristáin haya hecho una película que tan inteligente y humanamente desenmaraña las dinámicas de género que nos rigen hasta hoy es encomendable. Que lo haya hecho a la vez que retrata la vida de un ícono en menos de hora y media, es extraordinario.

★★★★